Entré por la parte de atrás del edificio, no sé por qué, pero tenía el presentimiento de que era por allí por donde tenía que empezar la búsqueda. Nada más entrar por la puerta de cristal, me encontré una pequeña tienda de flores. La dependienta era joven y resultó ser muy simpática. Me había introducido en el mercado con un poco de miedo, o más bien de vergüenza, porque tendría que hablar con la gente para averiguar si la pequeña había estado por allí. Al principio, la chica parecía que no tenía mucho trabajo, pero de repente le reclamaron unos cuantos clientes. Apareció una niña de siete años junto con su hermana de cuatro, pero ninguna de las dos era la que yo estaba buscando. La mayor era muy mona, llevaba un billete de diez euros porque quería comprar una rosa para su madre. Me entretuve hablando con ella mientras la florista terminaba de atender a una pareja de ancianos. Al final me tuve que ir, porque, aunque estaba muy a gusto, se me estaba echando el tiempo encima y todavía no había encontrado a la niña.
Me alejé de allí y me dirigí hacia el resto de puestos del mercado. Seguía acalorada y estresada. Tenía muchas cosas que hacer y lo último que necesitaba era buscar a una niña traviesa que se escondía de mí. De pronto, la vi. Estaba enfrente de las escaleras que llevaban hacia la siguiente planta, mirando hacia arriba, como si estuviera pensando subir o no. Ella estaba de espaldas. Me acerqué hacia donde estaba, pero antes de que le cogiera de la mano, giró la cabeza y me miró. No era ella, me confundí. La pequeña era muy bonita. Se acercó el padre y le ayudó a subir las escaleras. Ella no dejó de mirarme. Le dije adiós con la mano y ella me respondió alegre.
La pequeña me alegró bastante. Y a pesar de que todavía no había encontrado a la niña que siempre tenía una sonrisa en la cara, dispuesta a regalártela; cada vez estaba menos agobiada. Sabía que estaba cerca de encontrarla. Fui hacia una frutería donde unas cinco chicas bastante simpáticas me ofrecieron una manzana. Fue raro, porque precisamente desde que entré en el mercado había dejado de sentirme débil. Pensé que la mujer me vio cara de estar agotada, y tal vez todavía me quedaba algo de aquella expresión de enfadada, seria y harta que tenía desde el comienzo de la mañana. Una de las muchachas de la frutería me dijo que no habían visto a ninguna niña sola por aquella parte del mercado, pero que tal vez la habían visto unos simpáticos carniceros del piso de arriba.
Subí las escaleras por donde la niña de antes intentaba caminar. En cuanto vi a los carniceros, supe que la frutera se refería a ellos. En el puesto estaban tres hombres y dos mujeres. Muy simpáticos, se pusieron a hablarme. Pasé un rato en aquel puesto de comida. Me lo estaba pasando tan bien con ellos, que se me pasó el tiempo volando y llegó la hora de cerrar. Me despedí y me dirigí hacia la puerta de salida.
El día ya estaba arreglado, ahora me encontraba mucho mejor. Después de todas las sonrisas y el buen trato que había recibido se me olvidó lo que estaba buscando. De repente me paré, intentando recordar. Me giré hacia un puesto vacío y allí la vi. Allí estaba la niña que buscaba y la cual se me había extraviado al principio del día. Estaba allí enfrente, reflejada en el espejo. Esa niña perdida era yo, estaba tan ocupada y agobiada por todas las cosas de las que me tenía que ocupar, que se me había olvidado descansar y no recordaba cómo era sonreír. La gente de aquel lugar hizo que mi rostro se transformara, que saliera lo mejor de mí, una capacidad que había perdido y que no descubría más que a unas cuantas personas. Aquella experiencia y aquellas personas me despertaron.
“Una sonrisa enriquece a quien la recibe sin empobrecer a quien la da”