miércoles, 24 de octubre de 2007

~Una sonrisa para cada uno~


Entonces llegué al mercado público de Santo Domingo. Me había pasado horas buscando a una niña pequeña que se había perdido en la parte vieja de Pamplona. No creía que fuera a estar allí, pero no me quedaban muchos sitios donde mirar.



Entré por la parte de atrás del edificio, no sé por qué, pero tenía el presentimiento de que era por allí por donde tenía que empezar la búsqueda. Nada más entrar por la puerta de cristal, me encontré una pequeña tienda de flores. La dependienta era joven y resultó ser muy simpática. Me había introducido en el mercado con un poco de miedo, o más bien de vergüenza, porque tendría que hablar con la gente para averiguar si la pequeña había estado por allí. Al principio, la chica parecía que no tenía mucho trabajo, pero de repente le reclamaron unos cuantos clientes. Apareció una niña de siete años junto con su hermana de cuatro, pero ninguna de las dos era la que yo estaba buscando. La mayor era muy mona, llevaba un billete de diez euros porque quería comprar una rosa para su madre. Me entretuve hablando con ella mientras la florista terminaba de atender a una pareja de ancianos. Al final me tuve que ir, porque, aunque estaba muy a gusto, se me estaba echando el tiempo encima y todavía no había encontrado a la niña.



Me alejé de allí y me dirigí hacia el resto de puestos del mercado. Seguía acalorada y estresada. Tenía muchas cosas que hacer y lo último que necesitaba era buscar a una niña traviesa que se escondía de mí. De pronto, la vi. Estaba enfrente de las escaleras que llevaban hacia la siguiente planta, mirando hacia arriba, como si estuviera pensando subir o no. Ella estaba de espaldas. Me acerqué hacia donde estaba, pero antes de que le cogiera de la mano, giró la cabeza y me miró. No era ella, me confundí. La pequeña era muy bonita. Se acercó el padre y le ayudó a subir las escaleras. Ella no dejó de mirarme. Le dije adiós con la mano y ella me respondió alegre.



La pequeña me alegró bastante. Y a pesar de que todavía no había encontrado a la niña que siempre tenía una sonrisa en la cara, dispuesta a regalártela; cada vez estaba menos agobiada. Sabía que estaba cerca de encontrarla. Fui hacia una frutería donde unas cinco chicas bastante simpáticas me ofrecieron una manzana. Fue raro, porque precisamente desde que entré en el mercado había dejado de sentirme débil. Pensé que la mujer me vio cara de estar agotada, y tal vez todavía me quedaba algo de aquella expresión de enfadada, seria y harta que tenía desde el comienzo de la mañana. Una de las muchachas de la frutería me dijo que no habían visto a ninguna niña sola por aquella parte del mercado, pero que tal vez la habían visto unos simpáticos carniceros del piso de arriba.



Subí las escaleras por donde la niña de antes intentaba caminar. En cuanto vi a los carniceros, supe que la frutera se refería a ellos. En el puesto estaban tres hombres y dos mujeres. Muy simpáticos, se pusieron a hablarme. Pasé un rato en aquel puesto de comida. Me lo estaba pasando tan bien con ellos, que se me pasó el tiempo volando y llegó la hora de cerrar. Me despedí y me dirigí hacia la puerta de salida.





El día ya estaba arreglado, ahora me encontraba mucho mejor. Después de todas las sonrisas y el buen trato que había recibido se me olvidó lo que estaba buscando. De repente me paré, intentando recordar. Me giré hacia un puesto vacío y allí la vi. Allí estaba la niña que buscaba y la cual se me había extraviado al principio del día. Estaba allí enfrente, reflejada en el espejo. Esa niña perdida era yo, estaba tan ocupada y agobiada por todas las cosas de las que me tenía que ocupar, que se me había olvidado descansar y no recordaba cómo era sonreír. La gente de aquel lugar hizo que mi rostro se transformara, que saliera lo mejor de mí, una capacidad que había perdido y que no descubría más que a unas cuantas personas. Aquella experiencia y aquellas personas me despertaron.



“Una sonrisa enriquece a quien la recibe sin empobrecer a quien la da”

miércoles, 17 de octubre de 2007

~Las mil fotos~

Ayer por la tarde me fui a la cafetería después de ir a trabajar en un centro en la facultad de derecho. Estaba tomando algo y hablando con un amigo, y de repente me llaman por teléfono y, cómo no, me trastocan los planes. Acepté aparecer en una pequeña escena de un trailer que se iba a hacer para una partida de rol en vivo. Me quitó bastante tiempo, y no pude hacer otras cosas que consideraba importantes, pero con tal de ayudar…, me daba igual; además me hacía ilusión aparecer en un vídeo, aunque fueran unos segundos. Ahora lo pienso y ojalá no pongan esa escena.

Pero sí puedo afirmar que fue una gran oportunidad para seguir mirando. Y más allí, al lado del edificio de Los Caídos. Una foto perfecta hubiera sido la de las fuentes en funcionamiento, mirando desde el gran edificio; aunque también mirándolo desde el lado contrario, por la calle de Carlos III, por la que anduve desde la parada de autobús hasta mi lugar de destino. Por el camino también me di cuenta de la cantidad de tiendas de zapatos que hay. Casi siempre que he ido por esa calle ha sido para mirar alguna tienda de ropa y para ir a alguna cafetería, pero ayer descubrí que hay más de lo que yo pensaba.

Llegué a los arcos que hay en la entrada del edificio, y lo primero que hice, aparte de saludar, fue ver lo bonito que era todo aquello. Había niños jugando, y gente sentada en los bancos. Pero lo que más me gustó fue el parque que hay enfrente. Los grandes árboles que devoran su entorno y, que a su vez, evitan los chorros largos que expulsan las fuentes, las escaleras que parecen sacadas de una película,…

Pero el trailer no se hizo allí en medio, sino al lado izquierdo del edificio. Por supuesto, la gente se quedaba mirando. Y lo más característico es que, en su mayoría, la gente era mayor, ancianos que pasaban por allí. Yo me tuve que poner en un lugar específico para pedir a la gente que no pasara por allí, porque estaban rodando un trailer. Y esa tarea era demasiado aburrida. De ahí que me fijara aún más en lo que tenía alrededor. Los arcos creaban formas en el espacio con las que fácilmente podías sacar una fotografía interesante. Pero la composición que más me gustó fue la del edificio en honor a “los caídos”, mirado desde un costado y desde abajo. Es difícil explicar cómo era la fotografía. Sólo se veía parte de la pared y la cúpula de ese color azul tan bonito, formando un contrapicado.

Por supuesto, las pocas escenas del trailer que hicieron podían ser fotografiadas perfectamente. Además, en éstas se veía cómo una chica iba quitándose del medio con una katana una serie de personajes oscuros. Todo iba como a cámara lenta, de ahí que las posiciones de lucha crearan formas bonitas para ser fotografiadas. Antes de que se hiciera de noche nos tuvimos que ir, y yo me dirigí en autobús, otra vez, hacia mi casa.

Y aquí estoy, escribiendo la reflexión de partes de mi día colgada a la cámara. Ahora mismo, una fotografía sería la de mí escribiendo en el portátil, pero entonces no podría hacerla yo, así que… a utilizar la imaginación, como con el resto de lo escrito.

Ahora que he tenido la oportunidad de saber cómo sería despertarse y ver mi cuarto con otros ojos; salir a la calle y fijarse en el camino de ida a la universidad, ver que ese camino que siempre haces es diferente cada vez que pasan los días, y que a su vez, aunque sea el mismo recorrido, la vuelta a casa cambia por completo…, me parece que es muy importante MIRAR y no sólo ver. Es como pedir que alguien te escuche y no, que sólo te oiga. Eso es lo que nuestro entorno nos pide, para eso está ahí, delante de nuestras narices y detrás; y quiere que lo miremos, que lo sintamos.

“Aun sin la cámara, mantén la mirada activada”

martes, 9 de octubre de 2007

~Kinderlianos vs. Marines Espaciales~

-¡Señor, señor! ¡Tengo algo muy urgente que contarle!
-Déjame ahora, por favor, que estoy muy ocupado.
-No señor, créame que no será tan importante como lo que le tengo que decir -insistió el acalorado muchacho.
-A ver, ¿qué ocurre ahora Mora?- el jefe cedió a lo que parecía que iban a llegar a ser súplicas.
-¡¡¡Nos invaden!!! -gritó el pequeño Mora, desencajándosele la mandíbula.
-¿Otra vez bromeando? -rió, para no mostrar su preocupación.
-¡¡No, no, no, no!! Es en serio señor, el mono loco Malvo lo está contando por todo el pueblo.
-¿Qué? ¿Y todo el mundo le hace caso? ¡Si está loco! –volvió a reír de manera descontrolada, aliviándose de la tensión que había acumulado su cuerpo en unos segundos.
-Esta vez no, señor. Malvo nos ha contado que esta mañana se ha ido al bosque a coger algunas ramas para hacer fuego en la chimenea, y que de repente oyó un ruido. Al principio pensó que había sido él, por haber pisado algo en el suelo que crujió. Pero pasó un rato y volvió a oír algo, eran dos personas que estaban hablando. Fue a acercarse para saludar a los que pensaba que eran sus amigos, pero pudo ver perfectamente que no eran como nosotros, los kinderlianos. Vestían con ropas muy oscuras, algo impensable en nuestro país, y llevaban calaveras en palos. Al principio pensó que eran caníbales, pero acto seguido se quitó la idea de la cabeza, ya que, ¿quién iba a querer comernos?
-Sí, sí… todo esto es muy interesante, pero ve al grano, por favor –empezó a irritarse Manolo.
-Pues les oyó decir que nosotros somos muy débiles y que para la próxima noche vendrían a por nosotros. Malvo pensó que igual querían darnos una sorpresa, que igual nos iban a recoger para dar una fiesta en su campamento…
-¿Qué campamento!- le cortó.
-Pues en el que están asentados, señor.
-¡No puede ser! Se lo debe de haber inventado.
-Le vuelo a repetir señor, que es cierto. Verdi, Blue y yo nos hemos asomado a la cima del monte Chocoleche y hemos comprobado que lo que el mono decía no era una locura.
-A ver, - suspiró lentamente- dime qué más vio ese mono portador de malas noticias.
-También ha dicho que se desilusionó cuando comprendió que esos hombres no estaban aquí para ser nuestros amigos y que por lo tanto no le invitarían a comer algo en la taberna. Creo que lo siguiente que dijo fue que iban a atacarnos para apoderarse de nuestras tierras, y que unos marcianos como nosotros no debían haber sido creados nunca.
-¿Marcianos! Pero, ¿qué se creen esos humanos feos? Nosotros los invadiremos a ellos, ¡es inadmisible la hospitalidad con esta clase de intrusos!
-¡Eso es, señor! ¿Así que le digo a todo el mundo nuestro plan?
-¡Sí, eso es, nuestro plan! Les derrotaremos.

Mora se dispuso a marchar en dirección contraria a la casa del jefe del poblado, pero se dio cuenta de una cosa:
-Perdone señor.
-¿Qué pasa? Estoy preparando mis escudos de goma.
-Es que, me dirigía a avisar a la gente del plan, pero… ¿cuál es el plan, señor?
-Cierto… Será mejor que primero convoques de mi parte una asamblea con Los Siete Valientes.
-Muy buena idea, señor. Dentro de una hora los tendrá esperando en su jardín.

Mora fue rápido hacia la aldea, ya que el jefe Manolo vivía más alejado de allí, para que los kinderlianos no le molestaran continuamente con preguntas, que tenían que resolver por sí solos, si lo que querían era avanzar a la par de los demás pueblos de Kinderlandia. Pero por el camino se encontró con algunos amigos y se quedó a hablar con ellos, se le hizo un cuarto de hora tarde, así que continuó en la búsqueda de Los Siete Valientes. Se volvió a parar media hora, ya que su madre le obligó a merendar. Salió de casa, y todavía tenía que encontrar a todos los integrantes del magnífico grupo de héroes, así que estiró de los pelos por tener siempre la virtud de no ser puntual, y todo lo rápido que pudo buscó por toda la aldea a los siete convocados.

Media hora más tarde se juntaron todos en el jardín del jefe Manolo. Estaban Astérix, Obélix y el Cantautor; Verdi, Vago, Mora y Cuernos de Acero. Escucharon las indicaciones que les dio Manolo y no hubo preguntas:
-¿Ha quedado todo claro?
-¡Sí! –gritaron al unísono.



Nada más terminar la reunión, Astérix llamó a las Fuerzas Aéreas Kinderlianas. Llegaron de inmediato. Tenían que unir fuerzas con el máximo número de habitantes de Kinderlandia. Cuernos de Acero fue a hacer estiramientos antes del ataque sorpresa, acompañado de los hombres del pueblo.
-Uno, dos, tres… ¿Ya está? ¿Así vais a combatir contra esos feos humanos? Haced diez flexiones más, camaradas.

Mientras tanto, el Cantautor practicaba con la banda el canto de guerra. Y Obélix fue directo a la tienda de Panorámix para ser rechazado por milésima vez, nunca bebería de la pócima mágica. Pero, ¿dónde estaban Verdi y Mora? Ah, sí… Ellos fueron a avisar a sus respectivas madres.



Al otro lado del valle, en el campo de entrenamiento de los Marines Espaciales, no se esperaban tan heroica maniobra por parte del diminuto pueblo. Pero no les costó mucho ponerse manos a la obra, y cubrir las almenas desgastadas del viejo castillo de las Princesas Sonrientes.



Ambos bandos se dispusieron en filas, detrás de los miembros del cuartel general. El capitán del pequeño pueblo kinderliano era el estupendo y más valiente de todos, el rey de la jungla, que no formaba parte de Los Siete Valientes, porque era aún mejor que ellos. El capitán Red-in estaba listo para cumplir el plan del jefe Manolo. Gastarían todas sus fuerzas y se quedarían sin energías antes de que los Marines Espaciales invadieran su territorio y se llevaran a sus mujeres e hijos.



En el otro bando, el cuartel general de los Marines Espaciales empezó a creer que el grupo de habitantes, al que creían débil, era más numeroso de lo estimado antes de llevar las tropas a aquel país. Sin embargo, la suerte estaba echada, los dados de la suerte auguraban un final inesperado, pero el mariscal Helbrech no se atragantó con futuros inciertos.
















La oca Ocarina dio el primer aviso, cantó y Los Siete Valientes, junto al capitán Red-in, fueron lentamente hasta el límite del valle e hicieron salir del bosque a los temidos Marines. Los cuatro hombres que encabezaban el pequeño ejército se descubrieron.
-¡Oh!, sí que son feos –susurró el Cantautor.
-Chisss… -le indicó Verdi que se callara, poniendo un dedo sobre la boca.
-Bueno -dijo el capitán Red-in-, creo que lo mejor en este caso será que vayamos todos a la taberna y os invitemos a algo de comer, estaréis hambrientos. Luego, si queréis, pelearemos por esta tierra tan agraciada y fértil.
-Me parece bien –dijo el mariscal Helbrech, frotándose la tripa cubierta por una armadura de ceramita-. Sí es verdad que tenemos ganas de comer algo, no probamos bocado desde esta mañana.
-Ya me parecía a mi, estáis muy flacos –interrumpió Obélix-. Los jabalíes de aquí os encantarán.
-Mmmm… Suena muy bien –exclamó el portaestandarte Klimt.



Y así fue. Todos los Marines Espaciales se reunieron a la noche con los aldeanos del pueblo Indomable, comieron, bebieron, cantaron y se olvidaron de la guerra por la conquista. Sin embargo, siempre recordarían aquella noche.


"Los pueblos pequeños con gran fortaleza"

martes, 2 de octubre de 2007

~Las arrugas del tiempo~

Nunca advertirás el significado de la vida que hay a tu alrededor, si ni tan siquiera entregas unos minutos de tu tiempo para abrir la mente y otorgar importancia a las cosas que aparecen delante de ti, y en las que muchas veces no te fijas.


Detente frente a algo que te llame la atención, no porque sea singular, sino por su belleza natural, porque no tiene nada en especial en comparación con el resto del escenario. Guarda su esencia en una jarra y ciérrala para conservar su aroma, su música, su tacto…


Si quieres puedes tomar una fotografía, o las que te hagan falta, para cumplir este cometido. Este encargo que recibes desde tus adentros, desde la punta de los pies, hasta la cabeza. Esta es la encargada de que muevas las manos soportando el peso de la cámara y la que hace posible que a través de tu mirada sientas la razón de tu primera inclinación hacia ese algo corriente, que se vuelve en algo especial.


Y ¡zas!, la primera imagen con significado propio te parece la más adecuada, no porque la hayas realizado ateniéndote a unas normas y técnicas, sino porque las ganas de conocer te han impulsado.



Su tez arrugada no delata su edad. A pesar de los pies cansados por el peso que ha soportado a lo largo de su vida, todavía se sostiene. Parece que el tiempo no hace mella en este anciano. Permanece siempre sentado a la espera de que sus recuerdos le invadan.
La infancia la pasó hace muchos años, pero todavía disfruta viendo cómo, cada tarde, los niños juegan a su alrededor. Sabe que esa etapa se termina rápido, pero no quiere quitarles la ilusión a esos pequeños duendes que gozan haciendo de las suyas. Prefiere permanecer callado para no romper la magia, aunque para cualquiera que se fije en él, el discurrir del tiempo se le hace muy presente.
Desde hace mucho que se sientan a su lado encantadores lectores que abrigan con su compañía a este solitario. Pero lo que más le emociona ver con sus profundos ojos rodeados de estrías es cómo crecen los demás, sin a penas notar su progresivo deterioro.







Su espalda cada vez está más encorvada, aunque su gran altura no le hace tanto daño como para destacar entre los mayores. Y como no a todos les sientan bien el transcurrir de los años, se nota el desgaste de sus músculos y su figura. La piel clara forma a veces un trenzado que es imposible no apreciarlo.



Gran parte de su cuerpo se oculta bajo el espeso pelo que recae sobre sus hombros. Pero no por eso va a dejar de mostrar su simpático rostro. A pesar de sus hendiduras en la piel, sigue utilizando los largos brazos para mecer a sus pequeños frutos que nunca le han abandonado. Da igual que sus extremidades se retuerzan y se estrechen, siempre ha tenido la voluntad de acogerlos y de guardar con ellos un lazo que les permite superar las tormentas y el sol abrasador.




Algunos de estos pequeños inquilinos no soportan llegar a ser diferentes. Les superan en edad a otros, pero eso no significa que su dorado color no sea digno de contrastar con el verde de su alrededor. Se secan antes de tiempo, pero su viveza resalta con el cielo gris que se apresura a derramar lágrimas.




La noche se abalanza sobre el vetusto, creando así luces y sombras, colores ambarinos sobre el fuerte azul del cielo que cubre a este abuelo. Pero hay algo que nadie llega a ver en él. Parece que está partido por la mitad, pero es un sólo cuerpo unido por heridas que han ido cicatrizando con el tiempo. Refleja una pérdida, algo que le hacía estar completo y que al perderlo le dejó una huella imborrable. Tal vez su soledad comenzó a partir de la separación de una compañera que formaba parte de él. De ahí la forma de su cuerpo, parece que alguien se cobijó en torno a él y marcó un hueco en su corazón.


La oscuridad se cierne sobre él y la corteza se vuelve rojiza a la sombra de las luces artificiales del parque. El viejo árbol sufre los constantes cambios que se filtran entre los ostentosos pliegues de su tronco, mientras los años fluyen como el agua que se escapa entre las rocas de un río. Pero él no se mueve, sigue impertérrito, como un guardián centenario dispuesto a proteger su santuario.




“Un gran árbol es como una gran historia a la que todavía le falta un final”